sábado, 15 de diciembre de 2007

Separata II: Compartiendo cuentos publicados

Seguimos compartiendo cuentos: este forma parte de mi segundo libro "La textura de nuestros Fantasmas" editado en 1999. Este cuento surgió de una venganza personal, contra los choferes de los omnibus interdepartamentales. Por todas las veces que por jugar carreras entre ellos te dejan pagando en la parada, y por otra suma de cosas.




La leyenda

La lluvia es como una música monótona de gorgoteos y repiqueteos, matizada con el suave deslizar de neumáticos en el asfalto y los susurros del viento entre los árboles. Dentro del bar el techo de dolmenit se encarga de amplificar el martilleo de las gotas relegando los sonidos de la carretera a un segundo plano.
Los parroquianos juegan un truco de seis bajo una luz tenue y espesa por el humo de los cigarrillos que sofocan de sus gargantas con un trago. Juegan sin ganas, esperando que amaine la lluvia para volver a sus casas. Las barajas pesan toneladas, se dejan repartir en cámara lenta, para caer con un golpe apagado, denso, que levanta el polvo de la mesa; pero existe un sonido que es como un zarpazo que corta la lluvia en dos, quema la carretera, detiene los corazones. Es el grito atronador del motor del temor.
- ¡Escuchen!... es él, estoy seguro.
Y desde cada arruga los rostros comienzan a ensombrecerse con remordimiento.
- Si, ese sonido es inconfundible. Es el Fusca negro.
- Recuerdo la primera vez que lo vi. Era tarde, yo había terminado mi turno. Iba a entregar el ómnibus, en aquellos tiempos manejaba el 717. Venía del Pinar por la Interbalnearia. A lo lejos vi una pequeña mancha negra con unas diminutas luces rojas, calientes y crepitantes como el centro de una fundición. Alrededor de la mancha todo el paisaje se distorsionaba hasta que se lo tragaba y lo volvía a escupir. Diferente. Mi cuentakilómetros marcaba 100-120 más o menos y esa cosa tenía que venir al doble y por mi carril. ¡Ibamos a chocar de frente!...
Alguien entra al bar, mira a los jugadores con displicencia y sigue hacia la barra. – Jefe; en un vaso póngame dos de grappa y una de anís. Sin hielo.
Se acoda en el mostrador y fija su mirada en la ventana que está detrás de la mesa de truco, perdiendo su vista en la lluvia. En la mesa se reanuda la conversación.
- ¿Y?
- No sabía qué hacer, pensé que el que conducía eso tenía que estar loco o drogado o algo así. Cuando estabamos como a 200 metros vi que era un Fusca; un maldito Fusca y me tenté; si esa mierda se pega contra esto se hace más mierda. Me agazapé en el volante con los dientes apretados. 150 metros, 100 metros... me asusté. El coche se me vino encima. Se iba a meter por el parabrisas.
Se me aflojaron las piernas y sentí el pichí bajar por los pantalones. Podía ver la matrícula delante de mis ojos, pude leerla. Entonces prendió unos faros de yodo y me encegueció, clavé los frenos, sentí un golpe y solté el volante. Creí que había muerto.
- ¿Y que pasó?
- Nada; como si no hubiese pasado nada.
- Pero si viste la matrícula, ¿porqué no lo denunciaste?
- Porque no tenía números, llevaba una consigna, un lema: “buscar y destruir”.
- Vos no fuiste el único, varios tuvieron historias similares, solo que llevo tiempo saberlo, nadie se animaba a contarlo. ¿Te acordás?
- Yo no creía en esas historias. Me reía. Un día en pleno invierno, hacía un frío de novela y el viento cortaba la cara. Estaba atrasado y traía el acelerador pegado el piso. En la parada a la altura de la Española, en el 22 y medio, había una viejita. Yo la conocía, siempre tomaba el ómnibus a esa hora. ¿Saben por qué la conocía? Porque siempre tenía que ayudarla a subir y perdía como cinco minutos para hacerlo. La doña se desarmaba haciendo señas. Así queme hice el pelotudo y pasé expreso sin mirarla. Dos o tres paradas después, estaba ella ahí de vuelta haciendo ademanes, creí que eran visiones; seguí sin darle bola. Al rato lo mismo y ya me entre a calentar, alguien me estaba tomando el pelo. En la siguiente un tipo. Paro. Abro la puerta. ¡Y sube la vieja, no entendía nada! Cuando miro buscando al que iba a subir me sonó toda la cara como si me hubieran dado un cascotazo. Sentí que cortaba un boleto y se lo daba a la señora que estaba asombrada. – Cada vez que dejés a la gente de a pie hijo de puta, te vas a acordar de mí. Y si no lo hacés voy a volver y te voy a repetir la dosis para refrescarte la memoria.- me dijo. Se bajó antes que pudiera cerrar la puerta. Reaccioné al ver en el espejo que el ojo me había quedado como una pasa de uva y al sentir que todo el pasaje aplaudía, reía y silbaba.
- ¡Que hijo de puta!
El hombre de la barra tose, carraspea. Todos lo miran, hace un gesto de disculpa y con otro los invita a continuar, mirando hacia otro lado.
- Lo terrible es que eso mismo que te hizo a vos se lo hizo a muchos. Un día con Jaimito y Pepe salimos a buscarlo. Tenías que vernos a las tres de la mañana: tres ómnibus en fila tocando la bocina a 100 kilómetros por hora, estuvimos un rato y ya íbamos a darnos por vencidos, se nos había pasado la calentura. El Fusca nos pasó como postes, aminoró y nos esperó, cuando lo alcanzamos sacó el brazo por la ventanilla y levantó “el dedito mayor”. ¡Cómo me puse cuando vi ese dedito! Les avisé a los muchachos con los señaleros y nos pusimos en posición, como habíamos acordado. Lo alcanzamos, nos pusimos uno a cada lado, y Jaimito le pegó de atrás hasta que empezó a sarandearse y Pepe y yo lo apretamos como una sardina. Los crujidos de la chapa eran terribles. ¡Que susto le dimos! Lo estabamos aplastando y echaba chispas por todos lados y cuando lo esperaba el golpe final llegamos a la curva donde Gianattasio se junta con Av. De las Américas. Ahí el sorete aceleró y se tiró a la izquierda, al cantero, perdió el control cuando quiso dar una vuelta de 180 grados. Dio un coletazo y arrancó limpito el pilar de un cartel de señalización; se pegó de costado contra las barandas de contención y se empezó a prender fuego. Se mandó derecho por la calle de tierra contra los autos que había en la puerta de la discoteca. Nosotros dimos la vuelta y como vimos que no podíamos pasar por ese hueco nos dividimos para esperarlo en alguna otra salida, pero lo perdimos.
El hombre de la barra le hace gestos al dueño del bar preguntándole si son locos; el dueño se encoge de hombros y con el puño cerrado, su pulgar extendido, le da su teoría de cómo están.
- Esto que les voy a contar no lo sabe nadie pero yo estuve dentro de esa máquina.
- ¡Dejáte de pavadas!
- ¡Es verdad! Lo juro por mi madre que está en el cielo. - dice persignándose – Una noche salía de entregar la recaudación y me iba para casa. Sabía que faltaban cinco minutos para que viniera Jorge, que pasaba con el coche 311; él vive cerca de casa y siempre me arrimaba. Un coche negro se detuvo a mi lado, no lo conocía, pero me di cuenta que era el Fusca negro. Era un color negro metalizado, insondable, la carrocería respiraba pausadamente, babeante. Más que un auto parecía un animal. Una pantera negra. Se abrió la puerta y un tipo vestido de negro, con casco, me dijo que me subiera; más bien me lo ordenó. Así lo hice. Algo reptaba por mi cuerpo, era el cinturón de seguridad que se ajustaba solo. Todo estaba iluminado por una tenue luz rojiza y los vidrios negros eran inescrutables. Te reflejaban en ellos como si estuvieras en un abismo; miré la aguja y estabamos arriba de los 100 entonces me miró diciendo: “me contaron que a vos te gusta andar rápido y tirarte con el ómnibus encima de cualquier auto chico que se te cruce, bueno, vamos a ver que se siente cuando es al revés.” Prendió unas luces potentísimas y vimos encima nuestro un Leyland. No sentimos el golpe ni ningún ruido. Sólo vi cómo le arrancaba el costado arrugándoselo como si fuera manteca. El Fusca ni siquiera vibró, daba escalofríos. Después no sé qué ocurrió porque cuando desperté estaba de vuelta en la parada.
- ¡Ja, ja, ja! ¡Eso es lo más estúpido que he escuchado en mi vida! - Dice el de la barra levantándose del taburete.
Se acerca a la mesa mirándolos. Les habla cara a cara.
- Creo que no conozco un solo auto capaz de saltar por sí mismo. No recuerdo tampoco, que nunca alguno de ustedes haya tenido los huevos para perseguirme y jamás en mi vida me vestí de negro.
Se da media vuelta y se va por donde llegó. No se escucha una palabra. Lo único que testifica que el tiempo sigue corriendo es la lluvia que no para de caer y el ruido de un motor alejándose.

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