lunes, 17 de noviembre de 2008

Hambre: una teoría acerca de la música y todo lo que puede comunicar. (Primera parte)

Me he preguntado muchas veces que hace que una canción se convierta en un clásico, que un disco se convierta en esencial e imperecedero. Que hace que una banda o un solista se convierta en un signo de sus tiempos. Y no me refiero a la fama o el estrellato; me refiero a esa música que sobrevive al olvido a fuerza de su propia fuerza, de su necesidad de decir cosas que no se pueden dejar atrás. Esos sonidos que invaden silencios en los que se convierten, escabulléndose de la multitud, pero grabándose en lo más profundo de su sensibilidad, de su memoria colectiva. Quizás no se pueda medir el pasado a través de poco más de cincuenta años de historia tan reciente, (tomando al rock como entorno para desarrollar esta idea) estamos de acuerdo en eso, pero si puede servir esto para encontrar un cierto punto de vista a la hora de darle un valor a la música, más allá de ciertas formas que proponen homogeneizarnos el gusto.
Tengo una teoría acerca de lo que logra que la música perdure. Así que realicé un viaje imaginario saltando de disco en disco, de canción en canción (en la medida de mis posibilidades), intentando recorrer ese camino hipotético. Primero les comento mi idea: Todo lo que hace único y atemporal a un sonido proviene del “hambre” de los artistas que logran convertir esa necesidad en sonido. El termino hambre es un poco vago, no lo dudo, pero es el mejor apelativo que encontré para abarcar todo lo que implica. Existen muchos tipos de hambre artística, pero solo dos de sus aspectos logran llevar a buen puerto esa necesidad de comunicar que mueve todo intento o concepción de cultura y arte, según la medida que se le quiera dar al hecho creativo en sí mismo. Uno es el hambre que da la desesperación y la furia. El hambre que nace de la urgencia de sacar algo desde adentro, jugándose muchas veces la vida en ello, y el otro es el hambre que genera la curiosidad del conocimiento, la insatisfacción constante de ir siempre un poco más allá, de intentar conquistar el horizonte a pesar de lo vano que sabemos resultará. ¿A que me refiero con este divague? Bueno, quizás con algunos nombres y ejemplos pueda explicar mejor a que me refiero. Empecemos casi por la mitad de esta historia: durante el surgimiento del movimiento punk en el Reino Unido, aparecían bandas como hongos, sin embargo apenas un par de años después de toda esa efervescencia no quedaron casi rastros visibles. Hoy a la distancia, si tuviéramos que nombrar a boca de jarro algunas bandas de ese movimiento seguramente serían los Sex Pistols y los Clash los primeros que se nos vendrían a la mente. ¿Por qué? Ambas bandas sin lugar a dudas representan lo mejor y lo peor de ese momento histórico. El nihilismo de los Pistols, sus banderas de anarquía y “no future”, su espíritu autodestructivo; nacido de la desidia, de estar en el paro, de ser jóvenes y sentirse realmente viejos. Cascarones vacíos. Tenían la necesidad de estallar, de desintegrarse para ver si de ese modo podían volver a reconstruirse desde cero. Aún sin saber que construir. La quintaesencia de su sonido radicaba en ese vómito de furia que anidaba en su pecho, eso es a lo que llamo “hambre”. Los Clash por el contrario, representaban la otra cara de esa misma sensación. Con una doctrina más política, más organizada, y a la vez con una curiosidad y una formación musical más amplia. Se convirtieron en los transgresores capaces de leer y descubrir sonoridades callejeras por venir; con sus discos se adelantaron a muchas cosas que luego serían moda corriente. La experimentación, la búsqueda constante, y una curiosidad a prueba de todo, les permitieron desarrollar un camino más ordenado y preciso, pero impregnado de la otra forma del “hambre”. Eso los llevó a adentrarse en el corazón de sonidos que marcarían toda una década y más. La revista Rolling Stone eligió como disco emblemático de la década de los 80, esa joya eterna llamada “London Calling.” Habrá muchas bandas recordadas y representativas de aquella época, según lo que cada uno haya escuchado o conocido. Por que no debemos dejar de lado que la música es ante todo experiencia de vida, aquella que nos hace de banda sonora es la que en definitiva queda en nosotros. Pero hay sonidos que se convierten en la raíz más profunda de esa experiencia y por más que nunca los hayas escuchado, si alguna vez disfrutaste un disco de lo que hoy está etiquetado como punk rock, los escuchastes a ellos. Por que ninguna banda, como estas dos; dejó marcado los cánones sonoros, estéticos e ideológicos de esta forma de sentir. Acá en nuestros pagos, un poco a destiempo por obvias razones sociales que empantanaron nuestro país en el oscurantismo y una muerte sensorial inapelable, el punk llegó tarde. Pero supo tener su momento de auge artístico a través de bandas también emblemáticas como Los Estómagos. De ellos surge, a mi modo de ver, la canción más representativa de su momento histórico: Errantes. Nada superará la poesía de esa letra. Nada pintará mejor la sensación de los hijos de la dictadura abriéndose a las utopías que prometía la democracia que demoró en ser tal en unos cuantos aspectos. Su hambre artística, supo avisarnos que la música estaba enferma y sabían que el camino para curarla era volverla a romper. Con el paso del tiempo, y el alejamiento de Fabián “Hueso” Hernández, se convirtieron en otra cosa. Desde mi punto de vista su hambre genuina se diluyó, dando paso a un grupo que apuntó sus baterías a los bolsillos de los adolescentes y los que piensan que escuchar música es lo mismo que ser un fanático hincha de fútbol. Pero la idea no es juzgar las intenciones o decisiones de quienes hacen música, sino el porqué algunos procesos creativos acentúan la permanencia en la memoria colectiva, y se arraigan en lo más profundo de la conciencia humana. Ante todo, esto es una opinión que no pretende otra cosa que abrir una puerta al debate, a la conversación, al intercambio de ideas. Que siguen adelante en la segunda parte de este delirio.

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